30.6.11

Análisis de guiones: "Midnight in Paris" (spoilers)


"Midnight in Paris" ("Medianoche en París"), la última película de Woody Allen, con Owen Wilson, Marion Cotillard y Rachel McAdams entre otros, se ha convertido en una de las sorpresas de la taquilla de esta primavera. Ha conseguido además poner de acuerdo a (gran parte del) público y (una mayor parte aún de la) crítica. Posiblemente desde “Match Point” Allen no conocía un éxito así.

Vamos con el análisis de la película desde el punto de vista del guión. Si lo leéis, no os garantizo que encontréis muchos sentido común pero sí una buena cosecha de spoilers.

Breve resumen

Gil, siguiendo el ejemplo de la Generación Perdida de la que es un gran admirador, quiere ser un novelista bohemio en París. Inez, su prometida, no comparte estos planes. De manera sorprendente, Gil consigue vivir en el París de los años 20. Pero esto le alejará cada vez más de Inez.


Pequeño análisis de la estructura

Detonante de la acción:

Gil y su novia Inez viajan juntos a París poco antes de su boda.

Primer acto:

La visita a la ciudad, las cenas con los padres de Inez y los encuentros con una pareja amiga van mostrando cada vez con mayor claridad las diferencias entre la pareja protagonista.

Mientras él sueña con vivir en París (ciudad que tiene idealizada por su glorioso pasado) y escribir una novela protagonizada por un tipo nostálgico, Inez pretende que se establezcan en Estados Unidos y que Gil siga siendo guionista de películas malas y comerciales.

Primer punto de giro: Gil se pierde de camino al hotel. A medianoche, un vehículo se detiene junto a él. Gil sube y… es trasladado a los años 20. (Minuto 18)

Segundo acto:

Gil se encuentra en su salsa en los años 20. Hace varios viajes nocturnos a la época y conoce a muchos artistas que le inspiran para su obra (Picasso, Hemingway, Dalí, Fitzgerald, Gertrude Stein…). También encuentra a la adorable Adriana, una musa de este grupo.

Mientras, la relación de Gil e Inez se va enrareciendo: él prefiere vivir en el pasado y ella no tiene interés alguno en sus extrañas excursiones nocturnas. Cada vez pasan más tiempo separados pero ninguno de los dos parece sufrir por ello: Gil escribe a buen ritmo inspirado por sus nuevos amigos mientras Inez dedica el tiempo a salir a bailar con Paul, al que ella, inexplicablemente, no encuentra pedante.

Gracias a unos diarios que compra a un librero de viejo en el tiempo presente, Gil se entera de que la fascinante y algo elusiva Adriana está(ba) enamorada de él.

Gil vuelve al pasado con un regalo para declarar su amor a Adriana. No le confiesa su secreto (que viene del siglo XXI) y parece decidido a quedarse en los años 20 con ella. Adriana se conmueve y besa a Gil. De pronto, llega un coche de caballos.

Segundo punto de giro: El coche lleva a Adriana y Gil a la Belle Époque parisiense. (Min. 74)

Tercer acto: Se ha repetido el fenómeno. Un nuevo salto al pasado. Adriana, fascinada en esa época, decide quedarse en ella, aunque esto le separe de Gil.

Éste vuelve al presente, asumiendo que es su tiempo, que no puede huir de él. Sin embargo, también sabe que existe un amor más auténtico que el que tienen él e Inez. Rompe con ella. Decide seguir en París y perseguir su sueño de ser escritor.

A medianoche, paseando solo, encuentra a una chica con la que tiene muchos gustos comunes. Se intuye que entre ellos puede surgir el amor.

Protagonista: Gil, guionista de cine con aspiraciones más “artísticas”.

Antagonista: Inez, su novia. Práctica y algo materialista.

Objetivo del protagonista: Vivir una vida de escritor bohemio en un París que ha idealizado. Desarrollar todo su talento.

Aliados: Adriana, Hemingway, Fitzgerald, Gertrude Stein, Dali…

Obstáculos, reveses: Familia de Ines, el pedante Paul, malentendidos, anacronismos, etc.


Mi análisis:

Posiblemente “Midnight in Paris” sea, de las que he analizado aquí, la película de estructura más clara. Aunque hay opiniones para todos los gustos, yo diría que cualquier espectador mínimamente atento coincidiría en que los dos saltos en el tiempo son los dos puntos de giro de la trama, los dos momentos en que todo cambia de manera inesperada.

Evidentemente, que una estructura sea sencilla no quiere decir, ni mucho menos, que la historia sea poco interesante. En este caso pasa, en mi opinión, todo lo contrario.

Tratando de escribir el resumen de esta película me he dado cuenta de que el primer acto es especialmente escaso en hechos dramáticamente importantes. Suele ser un acto de presentación pero… en este caso eso se cumple a rajatabla. Consiste básicamente en una serie de secuencias que nos proporcionan la siguiente información: Gil es un guionista de éxito que sueña con vivir en París e imitar a los novelistas norteamericanos que se instalaron en esa ciudad en los 20. Ines, su novia, no comparte ninguna de esas ilusiones. Lo mismo ocurre con todos los demás personajes del entorno de la pareja, que parecen ver a Gil como un bicho raro, nostálgico y poco práctico.

Cuando suenan las campanas de la medianoche, como en algunos cuentos, se hace realidad el sueño de Gil: viaja a los años 20 y se codea con los artistas que idolatra.

El segundo acto es, principalmente, el sueño de Gil hecho realidad. Rodeado de artistas que aprecian su trabajo y de una maravillosa mujer que le quiere, Gil parece decidido a huir hacia atrás en el tiempo. Pese a parecer imposible, su objetivo, vivir como un escritor de los años 20 en París está a punto de hacerse realidad. Aún sin romper explícitamente, Gil parece decidirse por abandonar a Inez. Opta por Adriana.

Todo parece positivo para Gil en este instante. Sin embargo, llega un nuevo giro: el salto a la Belle Époque, el periodo histórico preferido por Adriana hace que ésta opte por permanecer en esta época.

En la escena clave del Moulin Rouge, Gil se da cuenta de algo que siempre había preferido ignorar: la vida es siempre insatisfactoria, cualquier periodo de tiempo es triste o aburrido si lo comparamos con los mundos irreales que forja nuestra imaginación. Su tiempo es el siglo XXI, por prosaico que le parezca.

Abandonado por Adriana, resgresa a su siglo, pero ya no es el mismo Gil. Por primera vez en la película, toma la iniciativa, de manera valiente y adulta: deja a Inez (decisión facilitada por la infidelidad de ella) y decide quedarse en la ciudad. Intentará ser escritor. Seguramente seguirá admirando a los autores del pasado pero ya no deseará ingenuamente vivir en su época.

En cierto modo, la película, como muchas otras, podría verse como la historia de una persona que, finalmente, acaba por tomar las riendas de su vida. Hasta el instante, Gil se ha comportado como un niño soñador y pasivo, arrastrado a una vida que no le gusta por complacer a los demás. En lugar de responder a esas presiones y tratar de establecer su propio espacio de autonomía, Gil se ha refugiado en un mundo nostálgico e ilusivo y, (como casi todos los mundos irreales), perfecto. La realización de su supuesto sueño le hace ser consciente de la falacia de la nostalgia. Al final de la película, Gil tomará decisiones de manera madura, sin engañarse sobre sus consecuencias.

En mi opinión, el guión de “Midnight in Paris” contiene unas cuantas ideas simplemente geniales. El primer giro, siendo divertido, no resulta especialmente original. Todos hemos visto docenas de películas en las que un personaje salta al pasado. Además, el encuentro casual con personajes históricos es siempre fuente de buenos gags.

Los momentos más geniales de la trama, en mi opinión, son otros dos. El primero, cuando, casualmente, entre los libros de un anticuario, el protagonista encuentra una declaración de amor escrita por Adriana. Esa confesión llegada a través de ochenta años de historia surte el efecto de una gran revelación que, además, orienta la acción del protagonista en el presente (hacia el pasado).


El segundo momento, para mí el más genial de la película, es cuando el coche de caballos en el que viajan Adriana y Gil, enamorados, les conduce hasta la Belle Époque. De pronto, con la misma ligereza (y ausencia de justificación dramática, por cierto) con la que se introdujo un giro fantástico que resultaba positivo para el protagonista, se produce uno que le resulta negativo.

Este giro sitúa a Gil ante su propia contradicción. Al tratar de convencer a Adriana para que no se quede en la Belle Époque, el protagonista se da cuenta de lo absurda que era su nostalgia de una época que sólo conoce superficialmente.

Por otra parte, el guión está escrito de una manera muy hábil y aparentemente sencilla. Allen no dedica ni un segundo a explicar la manera en que se realiza el viaje al pasado (nadie dedica una frase al asunto). Basta una simple secuencia muda (la de la tienda de lavadoras o lavandería) para explicar cómo el pasado se desvanece una vez que uno sale de él.

Con la misma sencillez se enuncian los conflictos (las primeras réplicas de la película sirven ya para mostrar el entusiasmo de Gil por París y su pasado y contrastarlo con las reservas de su prometida).

También con sencillez se describe a los personajes. Una réplica sobre un rinoceronte describe a Dalí, un par de explicaciones pedantes, al “amigo” Paul, unos párrafos sobre el valor y la caza, a Hemingway, algunos comentarios nacionalistas, al padre de Inez… Lo esencial, lo diferente, de cada uno de los personajes queda inmediatamente a la vista.


Siento escribir como un hooligan incondicional, pero me resulta difícil encontrar defectos al guión de esta película. Lo voy a intentar en los dos próximos párrafos.

Mis únicas pegas a la historia tienen que ver con los personajes que se oponen a los deseos de Gil. La difícil relación entre el protagonista y su novia, el conflicto principal de la historia, está enunciada de manera muy expresa desde la primera frase de la película. En mi opinión, las diferencias entre ellos están tan marcadas y repetidas que casi resulta imposible verlos como una pareja que está a punto de casarse. Apenas hay gestos de cariño o complicidad. Algo similar ocurre con los padres de Inez, tan opuestos a Gil que llegan a parecer caricaturas y no siempre muy graciosas.

Por otro lado, también es posible que el segundo acto tenga un desarrollo excesivamente superficial, con una sucesión de imposibles cameos de artistas gloriosos. Además, personalmente, nunca acabé de sentir que la historia entre Adriana y Gil tuviera una gran intensidad ni desarrollo. Por esto mismo, la escena del Moulin Rouge me pareció más conmovedora por lo que revelaba sobre Gil que como desgarradora despedida de amantes separados por décadas de historia y preferencias artísticas.

Pese a estas pequeñas pegas, “Midnight in Paris” me parece una maravillosa película y un maravilloso guión. Un ejemplo de escritura ligera pero, a la vez, muy sabia. Una muestra de que la profundidad no implica aburrimiento, de que el humor no obliga a la superficialidad. De que público y crítica no siempre se llevan la contraria. Un ejemplo de lo que sólo puede conseguir un guionista (y director) con mucho oficio y todavía mucho más genio.

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22.6.11

Contar bien para ser escuchado

El otro día leí un artículo de la ministra de Cultura sobre la muerte de Jorge Semprún. Me llamó la atención el título, que no parecía tener demasiado que ver con el contenido. Era: “Contar bien para ser escuchado”. Más allá del texto sobre Semprún, me pareció que se trataba de una frase interesante.

Evidentemente, el problema está en definir ese adverbio (bien). ¿Qué es contar algo bien? ¿Cuándo sabemos que algo está bien contado?

Yo diría que la respuesta está en la propia frase. Algo está bien contado cuando… es escuchado.

Para mí la escritura es un acto de comunicación. Con mayores pretensiones artísticas que la llamada a un colega para preguntarle si se encarga él de parar en la gasolinera a comprar hielo antes de la fiesta, pero, al igual que esta llamada, un acto de comunicación al fin.

Te voy a contar una historia. Vas a escucharla. Y cuando acabe, te sentirás un poco mejor que antes de haberla escuchado. Porque sabrás algo más, porque habrás asistido a una pequeña representación del mundo en hora y media. Porque te habrás emocionado, reído y/o asustado sin levantarte del sofá.

Como parece bastante obvio, una comunicación fracasa cuando… se rompe. Cuando alguien nos cuelga el teléfono en medio de una diatriba, cuando nuestro interlocutor empieza a mirar a los lados en mitad de nuestro relato, mirando chicas escotadas, buscando al camarero, pensando que tal vez pedir huevos rotos con chorizo para cenar puede ser demasiado contundente.

Uno habla para ser escuchado. Escribe para ser leído.

Hay trucos para lograrlo.

Las películas de más éxito suelen conseguir que uno no aparte los ojos de la pantalla. Siempre hay algo impactante en ella: un plano cenital espectacular, un tipo muy fuerte saltando desde un vehículo en marcha, un sorprendente giro de guión, una chica guapa mirándote directamente a los ojos…


Ayer vi “Casino Royale” y creo que apenas había en toda la película un solo plano estático. Todo se movía en la pantalla, para conseguir que fuera el espectador el que no se moviera de su asiento.

Los manuales de guión nos enseñan unas cuantas reglas para conseguir que esa comunicación no se rompa: empatía con el protagonista, enunciación clara de su conflicto, puntos de giro sorprendentes pero no gratuitos, resoluciones positivas pero no artificiales…

Sin embargo, que algo sea fluido o fácil de asimilar por el espectador no siempre es lo que desea el director o guionista. ¿Por qué? Por que de esta manera el espectador no reflexiona realmente sobre lo que está viendo. De hecho, a veces ni siquiera lo llega a ver.

Hace unos años, en un taller de documental, Mercedes Álvarez, la directora de “El cielo gira” nos dijo una frase que se me quedó grabada (aunque no lo suficiente como para citarla literalmente). Vino a decir que ella intentaba mantener (en el montaje) los planos durante un poquito más de tiempo del necesario. Decía que durante los primeros instantes sólo extraemos la información del plano: el chico dice esta frase, la rueda está a punto de salirse de su eje. Sin embargo, según Álvarez, sólo cuando hemos extraído esa información, comenzamos realmente a ver. Esos instantes (tal vez segundos) en los que el plano se mantiene sin una razón evidente son los que llevan al espectador a mirar la imagen con otros ojos. Habiendo extraído ya la información esencial: lo que el chico ha dicho, nos fijamos en su aspecto, en su gesto. Habiendo visto la rueda a punto de salirse del eje, nos fijamos en la carretera, en el dibujo del neumático… empezamos a ver, a pasear la mirada con atención sobre la imagen, buscando tal vez la información que justifique, a nuestro entender, que el director haya decidido mantenerla más tiempo del estrictamente necesario.

Evidentemente, Mercedes Álvarez, con esa intención desafía directamente lo que el espectador espera.

Gran parte del cine de autor tiene intenciones parecidas: romper las expectativas del espectador. En muchos casos, se le pide a éste que sea más paciente y/o activo: es él quien debe buscar una razón para un giro sorprendente (como en “Copia certificada”), para el extraño comportamiento de esa familia griega (“Canino”), es el espectador quien debe asistir a docenas de desplazamientos aparentemente intrascendentes para ir comprendiendo poco a poco cómo es la vida de la protagonista (“Rosetta”), quien debe asistir a las desventuras de un personaje llamativamente antipático (“Greenberg”).


Y, es cierto, desafiar las expectativas del público, obligarle a esperar más tiempo del previsto para obtener una respuesta satisfactoria o… no darle respuesta satisfactoria alguna (los finales abiertos son, por ejemplo, típicos del cine de autor y escasean en el más comercial) es una manera de exigirle, de implicarle en tu película. Es una manera de hacer al espectador consciente de lo dura que es la vida de tu protagonista (“Rosetta”), de lo absurdo que puede ser un relato, de su falsedad, del pacto de lectura que establece con la película en cuanto esta comienza (“Copia certificada”).

Sin embargo, además de ser exigente con el público, es conveniente que el narrador lo sea consigo mismo. Sea lo que sea lo que desea contar, debe hacerlo bien si quiere ser escuchado. Porque cada bostezo, cada espectador que lanza una mirada furtiva al reloj, es un fracaso.

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14.6.11

Mil miradas

Esta mañana me he dedicado a procrastinar. Con un cuaderno y un lápiz en la mano. Iba dibujando cosas, casi siempre copiando fotos.

He abierto una revista y he visto esta foto. (Para los curiosos, parece que es un fotograma de una película de Robert Guédiguian. Para los más curiosos, la película se titula "La ciudad está tranquila").


Así que la he dibujado rápidamente en una esquina del bloc. El resultado ha sido este.


Bien, supongo que cada uno tendréis una opinión sobre mis cualidades como dibujante.

No pienso ganarme la vida como ilustrador, tranquilos.

Pongo la foto y el dibujo para hablar un par de cosas que se me han ocurrido comparándolos.

- El dibujo elimina detalles. Convierte las masas en líneas. Desaparecen los botones de la camisa de él, los cuadros de la de ella, arrugas, sombras, incluso partes de los cuerpos.

- Sin embargo, el dibujo conserva la esencia de la foto: un hombre protege/abraza/consuela a una mujer. También unos cuantos detalles: él es bastante más alto, moreno y va de oscuro. Ella, rubia y viste algo más claro. Ambos están serios. Ella, más triste, él, más consternado.

Inconscientemente, al dibujar, he tomado decisiones sobre cuáles de los detalles de la foto podía y quería reproducir.

En mi opinión, escribir ficción es algo parecido a este proceso.

Al escribir uno decide cuáles son los detalles de la realidad (y no me refiero a la realidad exterior en este caso, sino al relato que pretendo narrar) que uno puede eliminar y cuáles son los imprescindibles (cuales la hacen inteligible, singular o interesante).

Por ejemplo, en el dibujo, parece que decidí (digo "parece" porque, evidentemente, esta no fue una decisión consciente) que no era necesario dibujar uñas en la mano del hombre o cuadros en la camisa de ella. ¿Por qué? No lo sé.

Sin embargo, cada vez que se eliminan detalles de la realidad desaparece una cierta identificación del espectador con lo mostrado y la "obra" resulta más evidentemente "artística", "artificial". Se hace más obvia la existencia de un autor que sitúa ciertos elementos bajo la luz y, en cambio, omite otros. Por ejemplo, un dibujo a lápiz, como una foto en blanco y negro, ya es una obvia estilización de la realidad que prescinde de los colores.

La contrapartida es que, al eliminar los detalles que el artista considera superfluos, tiene mayor libertad para dirigir la mirada del espectador hacia lo que considera importante. Si, siguiendo con mi dibujo como ejemplo, yo hubiera incluido los cuadros en la ropa de ella, las sombras del fondo, etc. tal vez el dibujo hubiera quedado mejor (o no) pero... hubiera quedado menos claro lo que, al parecer, me interesaba de la foto: un hombre grande, vestido de oscuro, protegiendo a una mujer más pequeña y frágil, de claro, fomando un único cuerpo, en medio de ninguna parte.

Mil dibujantes ante esa misma foto hubieran hecho mil dibujos diferentes. Algunos, con gran dominio de la técnica, se habrían ceñido a ella tan precisamente que no sabríamos distinguir apenas su obra de la imagen original. Otros, en cambio, hubieran hecho un dibujo tan abstracto que apenas seríamos capaces de reconocer nada de la foto que les inspiró. Algunos, cambiándolo todo, atraparían la esencia de la imagen. Otros, pese a conservar innumerables detalles, no lo lograrían. El mismo dibujante tendría un día una visión de la foto. Otro día, otra interpretación completamente diferente.

Pienso que lo importante no es si el resultado es bello o no, ni siquiera si se parece a la imagen original o no. Tampoco es especialmente relevante el tiempo que hayamos invertido en hacerlo. Lo único realmente importante es si ese dibujo es nuestro. Si muestra cómo vemos esa foto. Sólo podemos ver esa foto por nuestros propios ojos. Haremos un regalo a los demás si les mostramos nuestra visión.

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